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La vida universal y el aliento de Dios
Para el salmista, la creación es una teofanía multicolor, un sacramento reverberante grávido de presencia, majestad y poder divinos. Los Salmos son, en su conjunto, como una jubilosa danza en que los ríos aplauden, el mar ruge y se estremecen las montañas (Sal 98). Dios se hace patente al hombre por medio de signos palpables: nubes, vientos, cigüeñas, ríos, montes, campos, cedros, ganado; el viento es su mensajero, el fuego llameante su lugarteniente (Sal 107). En fin, la vida universal es un inmenso aliento de Dios.

Dios afianza los montes, controla la bravura del mar, a las puertas de la aurora y del ocaso hinche de júbilo a las gentes, riega la tierra reseca, prepara los trigales; por la acción divina, las colinas se orlan de alegría, las praderas se cubren de rebaños y los valles se visten de mieses (Sal 65); suelta a los vientos de sus madrigueras, con los relámpagos desata la lluvia (Sal 134). La tierra entera está grávida de Dios. Cada criatura es un vivo retrato del Invisible, un eco multiplicado de aquel que es el Gran Silencioso. En la redondez del universo, su nombre resuena y resplandece a la vista de los hombres, que aclaman y cantan su gloria.
Del libro “Salmos para la Vida” de padre Ignacio Larrañaga




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