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    Fundación TOVPIL
  • 23 abr 2021
  • 1 Min. de lectura

Dar a Dios un lugar


“Bienaventurados los que tienen alma de pobres porque el

Reino de Dios se ha establecido en ellos.” (Mt. 5, 3)


El único ídolo que de verdad puede disputar palmo a palmo el reinado de Dios sobre nuestro corazón, es nuestro propio Yo. Nuestro “yo” tiende a convertirse en “dios”. Es decir: nuestro “yo” reclama y exige culto, amor, admiración, dedicación y adoración en todos los niveles, que sólo a Dios corresponden. Los dos no pueden gobernar al mismo tiempo en un mismo territorio, en conclusión, o se retira el uno o se retira el otro, “No podéis servir a dos señores” (Mt. 6, 24).

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Cuando nuestro interior está libre de intereses, propiedades y deseos, Dios puede hacerse presente allí sin dificultad. En cambio, en la medida en que nuestro interior está ocupado por el egoísmo, entonces no hay lugar allí para Dios. Es un territorio ocupado.


Así llegamos a comprender que el primer mandamiento es idéntico a la primera Bienaventuranza: en la medida en que somos más pobres, desprendidos y desinteresados, Dios es “más” Dios en nosotros. Cuanto más “dios” somos nosotros para nosotros mismos, Dios es “menos” Dios en nosotros. El programa está muy claro: “conviene que “yo” disminuya para que El crezca” (Jn. 3, 30).



Extractado del libro, Muéstrame Tu Rostro, del padre Ignacio Larrañaga


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