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    Fundación TOVPIL
  • 12 sept
  • 1 Min. de lectura

El salmista y la misericordia del Señor (Salmo 51/50)

 

El salmista, implora, con acentos conmovedores, la misericordia del Señor en los primeros versículos y, una vez que se siente seguro de ella, lo primero que hace es una auténtica autocrítica.


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 Y por eso se salva, porque la autocrítica es, tanto a nivel evangélico, como psiquiátrico, el pórtico de toda salvación, así como, al contrario, la racionalización es, también a todos los niveles, el pórtico de toda perdición. Es, en efecto, la racionalización, verdaderamente, el pecado contra el Espíritu Santo: no significa precisamente que no se perdona, ya que Dios perdona todo (y perdonar es una fiesta para el Padre), sino que se da una situación tal (en ese juego entre la gracia y la libertad) que Dios no tiene nada que hacer.


Y no puede ser de otra manera. Los complejos de culpa pueblan de tristeza el alma, una tristeza salada y amarga. Pero al despuntar la Misericordia sobre el alma, al enterarse el hombre de que, a pesar de sus excesos y demasías, no obstante, está cercado por los brazos de la predilección, y de que la ternura, una ternura enteramente gratuita, inunda de perfume su casa, son previsibles las consecuencias: la tristeza desaparece igual que desaparecen las aves nocturnas a la aclarada, y todos los muros y los recintos interiores, se visten de un aire primaveral, perfumado de gozo y alegría.

 

Extractado del libro “Salmos para la vida” de padre Ignacio Larrañaga

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